Feliz domingo,

Entramos de lleno en la semana 3 del invierno. Diría que solo quedan 10 semanas para que llegue la primavera, pero en realidad para mí el invierno es un estado de ánimo que termina en cuanto empiezan a salir las primeras flores. Oficialmente el invierno termina en 10 semanas pero para mí es un poco más corto porque es probable que en unas 5 semanas ya tengamos por aquí las primeras flores, o al menos así ocurrió el año pasado.

Esta semana que empieza vuelven las niñas al colegio. Las mías llevan un mes entero sin pisarlo. 30 días con ellas por casa y por la tienda son muchos días. Por un lado tengo ganas de volver a la normalidad, porque es cierto que con ellas no podemos ser tan productivos como cuando no están, pero por otro lado me muero de pena de perderlas de vista.

Ya me he acostumbrado a tenerlas siempre alrededor, con sus risas, sus bailes, sus canciones y sus ocurrencias. Me he acostumbrado a ir con ellas a todas partes, a su velocidad, a tener que explicarles todo lo que hago a cada minuto. Ya ni me importa que me desmonten la tienda y me pierdan las tijeras. Ya no me molesta oir “mama” cada 5 minutos ni tener que ver pelis infantiles cada día.

Ha sido intenso y ha sido duro porque hemos tenido mucho trabajo este mes, y sin poder dejarlas en ningún momento con abuelos, ha sido todo más complicado. Pero como os decía el otro día, al final se sale de todo, hasta las situaciones más complicadas se acaban resolviendo y al final solo nos quedarán los buenos recuerdos: Lara escalando las montañas de cajas y Emma preparando pedidos y paquetitos de tulipanes. Con eso me quedo.

Ahora que se acerca el final, y que todo volverá a la normalidad en unas horas debería estar dando saltos de alegría, porqué volveré a recuperar mi tiempo, mi identidad y mi persona, pero no es así. Estoy triste. No me apetece nada y me planteo si la vida que tenemos ahora mismo, tal y como nos la hemos organizado, es la vida que queríamos.

De una manera casi inconsciente hemos expulsado a los niños de nuestras vidas. A partir de mañana su mundo estará en el colegio, con sus amigos y profesores, y  después por la tarde con sus equipos de gimnasia. De las 14 horas que pasan despiertas solo están con nosotros algunos ratos, a lo sumo 3-4 horas, que además son los peores ratos porque son los de trámite: desayuno, prepararlas para el cole, llevarlas, ir a por ellas con prisas para llegar a los entrenos, baño, cena y a dormir. Son 10-11 horas las que pasan sin nosotros.

Y es solo responsabilidad nuestra como padres, que somos los que decidimos llevarlas a un colegio al que no podemos ir a buscarlas al mediodía para que coman en casa, y somos nosotros los que las llevamos a gimnasia con 4 añitos y año tras año hemos ido aceptando que pasaran a grupos más exigentes y con más horas de entreno.

Cuando dejamos nuestros trabajos (yo primero cuando nació Emma y Rubén dos años después) lo hicimos para poder pasar tiempo con ellas, para poder ser unos padres presentes. Y ahora mismo se da la paradoja de que pasamos poco tiempo con ellas pero no es por nuestro trabajo, sino por sus horarios.
 
Esta semana quería reflexionar sobre esto, sobre como nos “molesta” tener hijos porque no nos dejan seguir con nuestra vida de adultos, como nos pasamos años tratando de buscar un equilibrio entre estar con ellos y no perdernos a nosotros, cuando la realidad es que el tiempo durante el que serán niños y nos necesitarán a nuestro lado tiene fecha de caducidad, que además ya está prácticamente escrita, y pasará tan rápido como las semanas que quedan para primavera.

Si después de esta reflexión hay dos niñas menos en el equipo de gimnasia rítmica, que le echen la culpa a la falta de flores, que a algunas nos vuelve medio tarumbas…